Cuando un creador emprende su tarea, los objetivos a alcanzar pueden ser muy diversos en función de cuáles sean sus pretensiones iniciales. Los hay que se conforman con que agrade lo justo para obtener una remuneración que les garantice el sustento; algunos van más allá en su conformismo y pretenden simplemente que su obra no resulte molesta (ojalá hubiera más de estos viendo cómo está el panorama actual); y otros miran más arriba y aspiran a trascender, que se les recuerde por la importancia de su legado, y de este modo lanzan al mundo sus producciones con la intención de que el público se emocione con ellas, ya sea por su belleza, por su capacidad de conmover, o por ser sublimes sea cual sea la interpretación que queráis hacer de este apelativo. Y la emoción máxima a la que se puede aspirar es el éxtasis, o eso dicen.
Viendo el lugar que cada uno ocupa hoy en la historia de la cultura, a muchos les sorprenderá que Bach fuera de esos primeros y Scriabin de estos últimos; el luterano leyendo las sagradas escrituras y creyendo en Dios, y el ruso leyendo a Nietzsche y creyéndose Dios. Y si de ese estado del alma completamente dominada por un profundo sentimiento de admiración hablamos, yo casi me quedo con La Pasión según San Mateo antes que con el Poema del éxtasis, aunque sin llegar nunca a la suspensión temporal de las funciones corporales como sucedió a Santa Teresa cuando unió su espíritu con el altísimo.
Lo que me resulta del todo admirable es que alguien haga de ese afán de éxtasis ajeno el motor de sus creaciones. Tanta ambición parece condenada de entrada al más rotundo de los fracasos, pero entiendo que hay un matiz de visceralidad muy interesante en este planteamiento: ¡Voy a hacer algo tan increíblemente bueno que cuando la gente lo perciba quedará tan intensamente embelesada que se mirarán unos a otros con la sensibilidad excitada hasta el punto de no poder contener las ganas de ponerse a follar allí mismo!
Süskind lo narra brillantemente en El perfume: "Mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como por una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venía. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos." *
Pero esta escena pertenece a una novela, y aunque sabemos de la capacidad de algunos perfumes para embriagar, dudo que nadie considere verosímil que pueda sacarse del ámbito de la ficción, aunque por lo que parece, tipos como Scriabin (y perdón por el anacronismo) sí llegaron a considerarlo posible. Para ellos otro pasaje del mismo relato: "Nadie sabe lo bueno que es realmente este perfume. Nadie sabe lo bien hecho que está. Los demás sólo están a merced de sus efectos, pero ni siquiera saben que es un perfume lo que influye sobre ellos y los hechiza. El único que conocerá siempre su verdadera belleza soy yo, porque lo he hecho yo mismo. Y también soy el único a quien no puede hechizar. Soy el único para quien el perfume carece de sentido." **
Respecto a las dos últimas frases del fragmento, yo diría que se pueden aplicar a la inversa: el perfume sólo cobra ese sentido para ellos que murieron (y morirán) hechizados por su propia pretenciosidad.
Por la experiencia que he tenido hasta la fecha, existe un único genio capaz de provocar en mí el efecto de la helada invisible con sus creaciones: la naturaleza cuando se expresa materializándose en belleza de mujer.
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* Patrick Süskind, El Perfume (1985), fragmento cap. 49
** Ídem, fragmento cap. 51