La razón no siempre acierta al delimitar la frontera entre el bien y el mal, o de otro modo hubiera sido muy fácil para seres inteligentes como nosotros, los humanos, dotados además de un lenguaje rico y preciso, redactar provechosas listas enumerando todo aquello que es bueno y todo aquello que es malo y así establecer las pautas por las que se debe guiar siempre y en todo lugar nuestra conducta. Si hasta ahora no hemos sido capaces de hacerlo es porque, como decía, la razón no es suficiente en lo que a juicios morales respecta.
Andaba yo enmarañado en estas cábalas cuando me topé con la siguiente frase: "Dios prefiere al hombre que elige hacer el mal, antes que al hombre que es obligado a hacer el bien." (A Clockwork Orange, Anthony Burgess, novela 1962). Sentí un escalofrío sacudir instantáneamente todo mi cuerpo, pero no puedo decir que en ese momento se desenmarañaran mis pensamientos, más bien al contrario, pues dudo que nuestras intenciones vayan a ser juzgadas algún día por ninguna divinidad, no tanto porque no crea en ellas (que no creo) como porque entiendo que, de existir, tendrían cosas mejores a las que dedicarse. Pero en cualquier caso quise ponerme inmediatamente a reflexionar sobre ese enunciado a ver si era capaz de aclarar un poco la maraña.
Lo primero que traté de hacer fue sacar de la frase el término "Dios", lo cual ya indica un altísimo grado de temeridad por mi parte, y más sabiendo que alguien tan racional como Kant se vio obligado a introducirlo como sujeto cuando se encontró con un predicado parecido en semejantes circunstancias de orfandad. Pero la suya era una ética deontológica y una moral basada en intenciones. ¿Y quién puede juzgar nuestras intenciones sino Dios o nosotros mismos? Si lo que yo pretendía era eliminar el término "Dios" enseguida me pareció atractivo y coherente sustituirlo por "Nosotros mismos" como sujetos individuales de la acción moral obrando libremente según nuestra voluntad, lo cual no era menos temerario, pues reconozco que suele resultar complicado ser parte y juez, aunque sólo sea por esa inclinación natural que tenemos a autojustificarnos, por no decir a autoengañarnos. Pero vamos a pensar que siempre somos sinceros con nosotros mismos y que, en ese supuesto, preferimos obrar según nuestra propia voluntad independientemente de la bondad o maldad de nuestros actos. Tampoco así se salva el intercambio de términos ya que se está entendiendo la moral como algo individual, y eso va en contra de su propia definición. Difícilmente nos pondríamos de acuerdo si hubiera tantas morales como individuos. Habrá que buscar otro candidato para la sustitución. Pensé entonces en "Conciencia colectiva" aún a riesgo de que algunos argumentaran que ese término es lo más parecido a "Dios" a lo que podemos llegar conducidos por la racionalidad agnóstica.
Es obvio que no hay acción moral si ésta no es libre y voluntaria, pero en lo que respecta a la vida en sociedad y a la convivencia entre seres voluntariosos y libres, es preferible siempre que se haga el bien independientemente de cuales sean las motivaciones que originen aquellas acciones. Esto se plantea magistralmente en La Naranja Mecánica, donde no importa si las acciones son morales con tal de que el mal sea erradicado. Esa antiutopía daría lugar a una sociedad ("Conciencia colectiva") en la que sus miembros enferman ante la mera imagen del mal, sintiéndose obligados (quizás no tanto a hacer el bien, pero sí) a evitar el mal. Luego habría que ver sobre quién recae la responsabilidad de hacer el inventario de lo maligno, porque ya hemos visto que ese es un aspecto especialmente controvertido, y ninguno de nosotros querría acabar aborreciendo (ni tan siquiera el malo malote de Alex) la Novena de Beethoven por asociaciones terapéuticas mal establecidas.
La maraña comenzaba a espesarse desesperanzadoramente. Me seguía gustando el predicado pero no estaba siendo capaz de cambiar el sujeto por otro más próximo a mi gramática. Existe alguien que prefiere a quien obra libremente independientemente de las consecuencias de sus actos para los demás, y ese alguien no es ni Dios, ni la Conciencia colectiva, ni Yo mismo como sujeto individual de la acción moral obrando libremente según mi voluntad... Al ponerle la mayúscula a "Yo" me dí cuenta del error pueril que había estado cometiendo hasta entonces: por un lado reivindicar la figura de ese sujeto que se juzga a sí mismo por encima del bien y del mal como ente único e individual, y por otro convertirlo en sujeto de una acción moral que no se entiende sino dentro de una red compleja de hábitos y tradiciones comunitarias. Así, el individuo juzgándose a sí mismo sí puede ser sujeto de esta oración, pero siempre que prescinda de lo moral. Me pregunté entonces por el sentido de seguir obrando moralmente cuando se ha conseguido prescindir de Dios y de la Conciencia colectiva, y a continuación también por el sentido de seguir condicionando nuestros actos a un conjunto de normas y costumbres si, en la mayoría de los casos, estos nos resultan ajenos, cuanto menos extraños.
Aquí pensé que quizás sería mejor dejar la maraña como estaba, ya que esto no pretendía acabar convirtiéndose, ni mucho menos, en una invitación a la amoralidad (la Conciencia colectiva me libre). Se trataba simplemente de una frase que me hizo pensar, y quise aceptar el reto de jugar a los desenmarañadores con el escaso éxito que habréis podido comprobar los que hayáis llegado a leer hasta aquí. Kant se vio obligado a aceptar la existencia de Dios para que alguien hiciera justicia con las intenciones de nuestras acciones. Quizás Dios hubiera preferido que lo aceptaran libremente, pero en cualquier caso yo no quiero hacerlo ni voluntaria ni condicionadamente sólo para poder apropiarme de una frase que me pareció filosóficamente atractiva.
Por lo que a mí respecta, y puestos a hacer predicados con sujeto conocido, digamos simplemente que soy de los que prefiere a los que hacen libremente el bien, desprecia a los que hacen libremente el mal, respeta a los que se ven obligados a hacer el bien y se compadece (aunque la compasión sea un sentimiento que prefiera no practicar) de los que se ven obligados a hacer el mal.
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Y por darle un tono algo más lúdico (que no amable) a este final de entrada, os recomiendo a parte de la película The Clockwork Orange (Stanley Kibrick, 1971) ya citada y basada en la novela de Anthony Burgess que contiene la frasecita de marras, otras dos que también invitan a reflexionar sobre estas cuestiones: La Cérémonie (Claude Chabrol, 1995) y Funny games (Michael Haneke, 1997) (existe otra versión americana, también dirigida por Haneke, de 2007 con distintos actores, pero me atrevería a decir que idéntica a la anterior, fotograma a fotograma).