jueves, 23 de abril de 2009

Agrios sapos de senectud


Resulta gratificante que a uno le reconozcan los méritos, y en el caso de Juan Marsé aún más, ya que siempre le había tocado figurar como eterno aspirante. Pero tengo la impresión que a él hoy le hubiera gustado más celebrar el premio con una sardinada en el monte del Carmelo, disfrutando en mangas de camisa de este soleado día de primavera con sus familiares y amigos, en lugar de ver a sus nietos con pajarita y a Joaquín Sabina caracterizado de sepulturero bajo el nobilísimo artesonado del techo del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.

Un gripazo del quince me ha obligado a permanecer desde ayer en cama, y entenderéis que el trancazo era monumental porque un autónomo como menda no se coge la baja al segundo estornudo, y menos aún en los tiempos que corren. Esta circusntancia me ha permitido presenciar la ceremonia de entrega del premio Cervantes, el mayor reconocimiento que un escritor en lengua castellana pueda tener, y a continuación paso a haceros algunos comentarios al respecto, adelantándoos que la fiebre me ha subido al menos un par de grados durante la retransmisión.

La primera imagen que he visto del acto ha sido muy parecida a ésta que adjunto, casi idéntica, teniendo en cuenta que la que podéis ver aquí es del 2007, y lo primero que he pensado es que se trataba de un funeral o de algo parecido: el rey y la reina, el presidente del gobierno, la presidenta de la comunidad, la ministra de cultura, los pajes, el coro y la orquesta, el jurado, las autoridades, y esa solemnidad en los atuendos y en las poses que suelen ser presagio de los últimos tránsitos.

Supongo que hay gente que se pasa la vida soñando con algo así y pone todo su empeño en conseguirlo; me refiero a este tipo de reconocimientos. No creo que sea el caso de Juan Marsé, por pura modestia, entiendo. Hay otros que desprecian radicalmente estos homenajes, y declaran categóricamente que rechazarían cualquier premio que se les pudiera otorgar (normalmente nunca llegan a ser merecedores de ellos) incluso antes de concedérselos. Tampoco es el caso de Juan Marsé, entiendo que por esa misma modestia también. Al contrario: este humilde "narrador" (como a él le gusta que lo denominen) no ha tenido ningún inconveniente en meterse dentro del chaqué, hacerse el nudo de la corbata lo mejor que ha sabido, leer su discurso según dictaba el protocolo y ponerle la mejor cara posible a su papel protagonista en esta función que, al menos visto desde fuera, parecía resultarle terriblemente incómoda.

Pero en este país (y supongo que no sólo en este país) estamos tan acostumbrados a reconocer los méritos póstumamente, que nos resulta imposible diferenciar entre la graduación y el sepelio, entre la investidura y el funeral, o entre los laureles y los entierros. Sospecho que esto tiene mucho que ver con quiénes son los encargados de repartir las medallas; sólo hay que echar un vistazo a la colección de carcamales que suelen poblar los mullidos asientos de las comisiones de expertos, de los jurados, de las agrupaciones de sabios, de los equipos de entendidos... ¡Eh! ¡Vejestorios! ¡Que es Juan Marsé! Llavároslo de cañas por el barrio de Gracia que hoy hace buena tarde y en el Verdi ponen Dulce pájaro de juventud.